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Proyecto 24 HorEs-40 AñOs (XII+1): la carrera de día

Una prueba de un día entero pasa por varias fases, tan distintas entre sí que parecen desarrollarse en escenarios diferentes, o que resultan incluso carreras distintas. Este capítulo se desarrolla en la parte que pasa por el mediodía y que concluye con el anochecer.

Esta carrera muestra una inscripción ciertamente particular, que tiene parte en común con otras de resistencia que se hacen en el mundo, pero que por su esencia heredada de Montjuich, se presenta en el calendario con una personalidad independiente.

Por un lado, encontramos dos o tres equipos que aspiran a la victoria, contando con pilotos punteros del CEV, e incluso este año con un subcampeón del Mundo como David Salom. Por otro lado, una legión de equipos franceses, buena parte de ellos militando en el Mundial de Resistencia, mientras que la que no lo sigue al completo pasa de forma fija por las 24 Horas de Le Mans, o por la Bol D´Or, o por ambas. Y por último una buena inscripción de los que conocemos popularmente como tanderos; pero hablando de tanderos asiduos a las rodadas dentro del nivel más rápido, tanderos que conocen el circuito como la palma de la mano y que se preparan, además, a conciencia para esta carrera. Y en esa intrincada jungla…, pues se metió un servidor.

Lo cierto es que puedo asegurar al lector que por mucho que hubiera repasado los tiempos de otras ediciones y por muchos minutos que hubiera visto en otros años la carrera a pie de pista, no me pude hacer una verdadera idea de dónde me iba a meter hasta que no me vi por primera vez verdaderamente dentro de la carrera.

Y antes de hacerlo, antes siquiera de plantearme varios meses atrás participar en estas 24 Horas, una de las posibles situaciones que más me preocupaba era la de sufrir inmerso en el circuito el adelantamiento continuo de una legión de pilotos, un chorro permanente de motos pasándome por ambos lados sin dejarme respirar, sin dejarme vivir, como quien dice.

Por ello estuve pendiente durante las horas previas a mi toma de contacto con la pista de medir la cadencia irregular con la que las motos pasaban por delante de la tribuna de meta. Para mi alivio, comprobé varias veces cómo se repetían algunos intervalos de muchos segundos durante los que la recta, a la altura del muro que la separa de los boxes, permanecía desierta. Y es que 53, que fueron las motos inscritas, son muchas motos, desde luego; pero también es cierto que el trazado de Montmeló es suficientemente largo como para albergarlas con una tolerable holgura; aunque es muy posible que los pilotos capaces de rodar por debajo de 1´50” perciban algo bien distinto, pero como comentaremos a continuación, ellos ven una pista bien distinta.

Un bucle de 24 Horas

Y llegó el momento en el que, con la carrera lanzada desde poco menos de dos horas antes, me tocó entrar de guardia; justo en el relevo durante el que mi compañero Miguel se mantuviera pilotando la BMW Motocrom+50 con el dorsal 51. Para ello, me había establecido un ciclo mental que debería mantener durante toda la carrera, un ciclo que no cambiaría, fuera de día o de noche, y que repetiría al menos seis veces en una especie de bucle continuo:

Pista, ducha, fisioterapia, descanso, guardia, y pista otra vez, ducha, fisioterapia, etcétera.

Y así fue cómo sentí que la ceremonia de ponerme todo el equipo se mostró desde el primer momento como el trance más tedioso por el que debería de pasar antes de tomar cada relevo; más que otra cosa, por el peso psicológico que entrañaba. Ponerme el sotomono, la espaldera, la protección ventral y las botas debe suponer –imagina un servidor- una liturgia muy semejante a la que sigue el torero antes de pasar por la capilla, e incluso ya vestido, la misma que vive el diestro en el pequeño templo, como el piloto equipado en la trastienda del box. En cualquier caso, un símil taurino, sin mayor pretensión que la metáfora.

Una vez vestido de romano, fuera de día o de noche, trataría de relajarme sentado en esa trastienda del garaje, respirando profundamente, e incluso tratando de conciliar un duermevela mecido por el aullido repetido de cada moto pasando a no sé cuántas mil revoluciones por la recta.

¡A la carrera!

Proyecto 24H 40A (XII+I) La carrera de día 3

Y llegó la hora de subirme a la moto para cubrir mi primer relevo. Otra hora de la verdad más que me tocaría vivir en esos días de Montmeló. Aunque lo cierto es que la propia inercia, tan potente, que genera una carrera lanzada de esta magnitud le envuelve a uno y le arrastra hasta sentirse viviendo algo casi rutinario antes de que se pare a pensarlo.

La primera clave que debería de tener muy presente, y que me iba repitiendo a lo largo del carril de incorporación para no asustarme, era la de que iba a entrar en una carrera muy seria, una carrera en la que iba rodar entre pilotos de verdad, por lo que debería de despojarme de algunas claves que rigen la circulación por la calle y por la carretera; a destacar entre ellas, sobre todo, la distancia entre las motos. Ya había tenido constancia sobrada de ello, qué duda cabe, durante los entrenamientos; pero durante la carrera, los tiempos y lo los espacios irían mucho más apretados. Y casi enseguida pude vivir el paso muy, pero que muy próximo de algún piloto más rápido, que por un momento levantó un escalofrío dentro de mí, para tener que borrarlo de inmediato, justo al instante siguiente, entre otras cosas porque pude comprobar que sabiendo estar, tanto él como un servidor, cada uno en su sitio, el peligro se reduciría sustancialmente. Tú me pasas muy cerca, casi rozando para no perder tu trazada y yo me tiro ajustando el paso de mi moto al de tu colín, para no perder la mía y hacer muchas veces pegados buena parte del viraje.

La segunda consigna que no debería de olvidar en ningún momento era la de que no cortaría, o ni siquiera aflojaría el gas de forma imprevista e ilógica en ningún punto en el que era obligatorio por pura razón ir absolutamente a tope. Eso era algo que tenía interiorizado de cada ocasión en la que había entrado en un circuito, aun así, para esta ocasión convenía recalcarlo.

Una vez tenido en cuenta esto, traté de ajustar un ritmo muy próximo al que me dio la clasificación, pero no con la idea de rebajar el tiempo paulatinamente para un récord personal que me resarciera del mal trago por el que había pasado desde el jueves anterior hasta aquella misma mañana. No, no se trataba de pelear contra el reloj otra vez, sino de encontrar un crono de crucero, por así llamarlo, para navegar con él durante toda la carrera. Mi sentido diésel del ritmo, que me llevó a cruzar la meta de 9 maratones, lo consiguió a partir de la media hora de relevo. Pero, precisamente por esas latitudes de la carrera, comencé a percibir un problema cuando apretaba el semimanillar izquierdo, particularmente al empujarlo para hacer girar la moto. Lo sentía blando y algo más abierto que el derecho. Esa sensación aumentó paulatinamente hasta que llegué a negociar la entrada de la curva 7, particularmente exigente, al menos para mí. Al hacer el contramanillar, sentí casi toda la palma de la mano izquierda ¡apoyada en la goma sobre el vacío!

Al salir del viraje, ya en la subida de la Moreneta, comprobé con asombro cómo el puño izquierdo se estaba escapando del semimanillar. Así es que, al pasar por la recta, a la altura de mi box, saqué la pierna derecha, en un gesto convenido a modo de clave para avisar al equipo de que entraría en la vuelta siguiente.

Cualquier parada sobre el pit-lane se aprovecha para repostar, para cambiar gomas, si es necesario, y para que tome el relevo el siguiente piloto. Yo lo ignoraba totalmente, y, carencias de novato, volví a salir a pista.

En un par de minutos, me vi inmerso de nuevo en esa eterna inclinación a lo largo de la que te lleva el curvón de subida; una tumbada que, prácticamente, te vuelve a meter en la carrera. Allí, dentro de ese curvón, precisamente, viví a continuación una de esas escenas que te demuestran, ni más ni menos, el valor que alcanza la base de la velocidad: La Trazada.

La triple tumbada

Mi estimado Jaume Miró, piloto veterano y preparador físico que se ofreció para documentar nuestro reportaje sobre ese apartado del entrenamiento para unas 24 horas, estuvo presente en nuestro box durante la mayor parte de la carrera. Jaume, con 6 ediciones de esta prueba a sus espaldas, me explicó que el error de todos los novatos al negociar la entrada al gran curvón es abrirse lo máximo posible. Jaume me explicó que debería abordar la curva 1 lo más pegado posible a la derecha, para tratar de trazar desde ahí una línea recta que surcara la curva 2 (segunda variante de la chicane) segándola con la moto vertical y el gas abierto, saliendo así de ella para tirarnos a continuación a la derecha, tocando por un momento el interior del curvón (3), y luego dejarnos ir hacia el exterior, aguantando para girar la moto cerca del límite de la pista, dibujando un pico que nos lleva a buscar de nuevo el interior de ese curvón, lo más lejos posible de la salida.

Proyecto 24H 40A (XII+I) La carrera de día 4

Decirlo es fácil, claro, pero para aguantar el momento de girar en el exterior del viraje y tirarse muy, pero que muy tarde hacia el piano interior, hay que tener un conocimiento de la pista bastante profundo para no desorientarse y, sobre todo, hay que poseer el temple de un verdadero piloto, y un servidor no lo es.

Aun así, lo intentaba; y a fe que cada vuelta me tiraba medio palmo más tarde, aunque, a pesar de ello, siempre llegaba muy pronto a la cuerda interior de aquella eterna inclinada; en verdad, tan larga que tuve que dividirla mentalmente en tres partes para poder siquiera asimilarla en la memoria.

En una de aquellas vueltas diurnas, me encontraba sumergido en medio del curvón, con una tumbada absoluta, como he descrito en otras ocasiones, con el cuerpo desplazado fuera de la moto, la rodilla ya plegada y con la deslizadera rozando y sintiendo el paso del asfalto en la punta de la bota derecha, una bota que se escondía sobre la boca de un escape recogido, que en aquel paso sentía en el oído como un grito amplificado del mismísimo Ian Guillan. En aquel momento, aguardaba la aparición en el margen izquierdo de la referencia que me había fijado para abrir gas, cuando más que sentir, intuí la aparición por mi izquierda de otro piloto. Lo percibí como un ente silencioso, una figura que poco a poco se fue mostrando por el costado, muy cerca de mí. Me fue adelantando en una secuencia a cámara lenta durante la pensaba en voz baja, susurrando: “Pasa. ¡Anda, pasa ya!”. Y cuando ya me había rebasado algo más de la mitad de su moto, un tercer personaje apareció en escena, con un estilo que bien pudiera ser el de cualquier protagonista de MotoGP, adelantándonos a los dos por fuera, en otro carril imaginario.

Y así fue cómo por un momento viví desde dentro una estampa de una plasticidad tan viva y espectacular que ni el experto más riguroso en las Bellas Artes podría ignorar. La belleza de aquella imagen tan sólo podría perder protagonismo ante la apasionante emoción que ardía en el seno de aquel trío en paralelo, absolutamente tumbado. Me dará licencia el lector para que, al llegar a este punto, no pueda evitar sentir un latigazo eléctrico recorriendo hasta la última de mis escasas neuronas.

Bien. Se preguntará también el lector (imagino) que, si un servidor iba inclinado hasta sentir el asfalto pasando cerca de la cara, cómo debía de ir el piloto que lo adelantaba por la trayectoria más cercana, y no digamos ya el fenómeno que pasaba tirado, completamente por fuera. O, de otro modo, si el primero iba en el límite de la inclinación, cómo es posible que lo adelantara uno por fuera, y que incluso lo hiciera también un tercero sensiblemente más rápido y más alejado .

La respuesta está en que los tres llevábamos una tumbada muy semejante, tanto en grados como en la colocación del cuerpo fuera de la moto, aunque casi con toda seguridad, el piloto del exterior iba restregando el codo por el suelo de todo el curvón. La clave, en cualquier caso, está en el momento de girar la moto para meterse en ese larguísimo viraje.

Un servidor aguantó lo que pudo antes de tirarse a por el interior de la curva, tal y como me recomendó Jaume; el piloto que pasaba pegado a mí lo hizo más tarde, y el máquina que nos adelantaba a ambos sin duda ninguna esperó con la moto vertical, yendo como una flecha, hasta la cocina de la curva, para que en el último momento, con la grava del exterior esperando ya para acogerle en su seno, girase la moto en un pestañeo, dibujando sobre el asfalto un pico con punta y encarase el curvón con una trayectoria mucho más directa y notoriamente más rápida en el momento de adelantarnos. Eso sí que se llama tener concepto geométrico de una curva y lo demás simples imitaciones de aficionado.

En butaca preferente

Proyecto 24H 40A (XII+I) La carrera de día 9

Así fue para una escena que viví al final de la recta de atrás, y poco antes de alcanzar la antesala de la Curva Roja, el viraje de La Caixa. Un servidor ya había cortado gas y levantado el cuerpo, sacando la cabeza de la cúpula para frenar, cuando le sentí llegar por mi izquierda con el motor de su Kawa rabiando a tope de rpm. Era Ángel Poyatos, aunque me sale decir Angelito, no sólo por su exultante juventud, sino también por esa espléndida sonrisa, rebosante de entusiasmo, que parece protagonizar permanentemente su cara.

Podría recurrir al tópico de decir que me rebasó como una exhalación, pero, la verdad sea dicha es que la sensación fue otra. Sí, para mí fue como si me adelantara por otro trazado. Él iba por la autopista y yo por la vía de servicio. Una autopista que, evidentemente, no conoceré jamás.

Cuando tiré de freno y apreté las rodillas contra el depósito para sujetarme a la moto, le vi hacer algo que me dejó absolutamente maravillado. Apenas 20 o 30 metros por delante de mí, colocó su Kawa absolutamente cruzada, y juraría que con la pastilla rozando el suelo, todavía en plena recta. Así le contemplé atónito, viendo cómo deslizaba y deslizaba la moto hasta el fondo de la curva, que ya es ir lejos, para que allí soltara los frenos y encarara una trazada que nunca pude haber imaginado y que le llevaba directamente hasta la salida de una curva tan larga y tan complicada. Un servidor, por su parte, bastante tarea tuvo un momento después con mantener la concentración para no perder su propia trayectoria y salirse por la tangente después de haber presenciado semejante espectáculo sobre una butaca de absoluto privilegio.

Media carrera tumbado

Las cifras varían según el ritmo y también según el estilo del piloto, además de la categoría de la moto, si se habla de una 600 o de una mil; pero, en cualquier caso, el tiempo que se permanece inclinado a más de 40º oscila entre el 28 y el 40% de una vuelta.

Para formarnos una idea más clara, hagamos una media aproximada de un tercio para todos los pilotos; con ello podremos decir que durante 20 minutos de cada relevo, aproximadamente, la moto va inclinada a más de 40º, con el piloto fuera de su fuselaje y con el paso por el ápice de cada curva tumbado a más de 50 o de 55º, con unos cuantos sobre los 60.

A esto hay que añadir que, lógicamente, los cambios del sentido de cada tumbada, a un lado y al otro, con la violencia que se ejecutan en algunos trances, y eso sin tener en cuenta, claro está, las tremendas aceleraciones y retenciones a las que se ve sometido el organismo del piloto. Así se explica que al bajarme de la moto en los dos primeros relevos (sobre todo en el segundo, que fue de un tirón) lo hiciera tambaleándome, en buena medida desorientado, y llegando a apoyarme por un momento en algo firme para recuperar por completo el sentido de la verticalidad.

En total, al final de la carrera, habría estado dos horas completas tumbado a más de esos 40º. En mi vida he ido, ni creo que iré, tanto tiempo tan inclinado. No cabe duda de que la resistencia aporta a las carreras en circuito otros componentes que cuesta trabajo imaginar.

Agradecimientos: Lubricantes Pakelo, Motocrom, AutoPremier BMW

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